miércoles, 2 de febrero de 2011

Juana Fortuny y sus "costureras al biés"

Hoy pasaron por Arterias estas cuatro maravillosas mujeres que me enseñaron lo que es coser “al biés”, no sé si algún día lo aplicaré pero gracias. Estoy impresionada con la reacción que provoca la costura en el museo. Rápidamente evoca recuerdos del hogar, de la infancia o actuales, y provoca la complicidad de algo compartido entre las mujeres. Élida me contaba del ambiente en torno a la máquina de coser que se generó en su casa por el vestuario que su madre confeccionaba, por lo que sigue siendo algo que une a muchas generaciones. Supongo que este recuerdo se perderá ya que no merece hacerse una prenda teniendo Zara y demás. También es interesante que sólo sean las mujeres las que me lo comenten, mujeres de muchos sitios, de Alemania, Estados Unidos, Bélgica, de aquí y de allá, pero los hombres no comparten este recuerdo. ¿No eran las mismas madres las que compartíamos? Es muy curioso. O no me lo cuentan. Bueno, de todos modos siento que tanto hombres como mujeres disfrutan de lo allí expuesto. Gracias.
Hasta pronto




2 comentarios:

  1. Sí compartíamos las mismas madres, Juana, pero no nos educaban igual a los chicos y las chicas de la familia. En mi casa la máquina de coser era un instrumento muy especial. Tenía hasta su propio espacio, en medio del cual reinaba y reunía gente a su alrededor. Era el "cuarto de estar" o el "cuarto de coser", así lo llamábamos. La máquina era Singer y mi madre y mis hermanas se afanaban en ella con sus costuras casi todos los días. Era una habitación de mujeres; los hombres de la familia no la frecuentaban demasiado; yo sí, primero por la posibilidad de convertirme durante un rato en "maquinista de la General", lo que significaba que, si no me veían mi madre y hermanas, podía pisar el pedal a cierto ritmo creciente y lograr que las ruedas dieran vueltas a toda velocidad sin trancarse y la aguja subiera y bajara enloquecida, y segundo, porque si no podía jugar con la máquina por ellas estaban presentes, podía escuchar sus conversaciones que, por lo general, eran mucho más divertidas y entretenidas que las de los chicos. Eso si, a coser no me enseñaban. Podían tolerar mi presencia (yo era el pequeño de una familia de ocho hermanos), pero siempre con la condición de que hablara sólo cuando se me preguntara algo y de que me sintiera un intruso en aquel lugar de hilos, telas, planchas, faldas, máquinas y risas. A mi me encantaba ser aquel intruso.

    ResponderEliminar
  2. Por supuesto, no se puede hacer otra cosa que pisar el pedal, y te lo escribo con una sonrisa. Tomás, mi hijo, también me pide ser el que pisa mientras le dirijo: más rápido, más rápido ¡Para! Es un maquinista formidable.
    Ser un intruso consciente es delicioso y más arropado por la complicidad de los espiados.

    ResponderEliminar